La tribuna

Las dos figuras

Las dos figuras
Rosell
Alfonso Lazo
- Historiador

Solo un dios podrá salvarnos”, respondía Martín Hedigger en 1961 al periodista que le entrevistaba para un semanario alemán. Y justo un siglo antes Kierkegaard escribía en sus diarios “con temor y temblor” acerca de la llegada de masas ignaras al poder que veía como una catástrofe: “Solo un Héroe o un Mártir podrá salvarnos”.

Al filósofo danés no le interesaba nada la política de su tiempo, pero estaba convencido de que la destrucción de la monarquía absoluta ilustrada significaría el final de la alta cultura y el triunfo de la mediocridad. Por supuesto, Kierkegaard se equivocaba al identificar la democracia de masas con la decadencia; sin embargo, visto desde el siglo XXI acertó de lleno.

En el siglo XIX no existió en Europa decadencia alguna: la gran música, la gran literatura, la gran pintura, las grandes transformaciones urbanísticas, la expansión civilizadora del colonialismo en Asia y África (“la carga del hombre blanco”), la Belle Époque... Encambio hoy, la cosmovisión woke como mentalidad colectiva, la igualdad entendida no como igualdad legal e igualdad de oportunidades, sino como nivelación hacia abajo ( En plena Revolucción Francesa ya lo advertía Saint-Just: “Cuando el pueblo reclama igualdad no está pidiendo ser elevado a la altura de aristócratas y poderosos, lo que pide es rebajarlos a su propio nivel”) y, sobre todo, el tremendo error universal de considerar que la mayoría siempre tiene razón y descubre la verdad. Sí, Kierkegaard vio el futuro lejano (nuestro ahora). Para él solo algo o alguien venido de fuera del Sistema sería capaz de despertar a una muchedumbre alienada. De ahí, las dos figuras salvadoras del Héroe y del Mártir; habrá que elegir, pues, “o lo uno o lo otro” como solución definitiva.

Dos figuras portadoras de un nuevo paradigma, dispuestas, si preciso fuera, a dar la vida por la salvación de los otros. No son figuras iguales. El Héroe se sacrifica para la salvación de la plebe, aunque en lo más hondo de sí, su sacrificio busca honor, gloria, y pasar a la Historia ; el Mártir, por el contrario, no busca nada para él, su sacrificio es absoluto y nada espera a cambio; esa ejemplaridad sin sombras es lo que despierta y atrae a cada hombre hacia un cambio total. En suma, una interesante especulación a la que uno puede sumarse sin desdoro.

Repaso, entonces, la historiografía en busca de las dos figuras salvadoras con sus nombres y sus hechos. Figuras de héroes las encuentro en gran número, desde los tiranos de la antigua Grecia que salvan la polis cuando la democracia ha fracasado, hasta Martín Lutero King liberando a la comunidad negra de Estados Unidos. De la figura del Mártir solo encontré una: Jesucristo. “No hubo en él engaño alguno”, y como sostiene Javier Gomá, uno de nuestros mejores filósofos actuales, su ejemplaridad perfecta que cambió el mundo fue sellada con la resurrección.

Entiéndaseme, no estoy proponiendo el horror de la teocracia, ya sea al modo del Irán de los ayatolá, la Ginebra de Calvino, el nacional-catolicismo o la Teología de la Liberación, pues Jesús jamás buscó ningún poder personal. Una fue la vida del Galileo y otra el desarrollo histórico de la Iglesia con sus santos y pecadores. Las palabras del Cristo no iban dirigidas a la masa, sino a la salvación individual de quienes le escuchaban, le seguían y siguen siguiéndole. Así, me inclino a pensar que tan solo una previa revolución interior, una conversión íntima, no necesariamente religiosa, puede después hacer viable el giro que nos salve a todos. O sea, no son posibles los grandes movimientos colectivos, las revoluciones que abren épocas históricas distintas y duraderas si antes no ha tenido lugar la conversión de fulano, mengano y zutano. En contra de lo que escribía por los años 40 Pedro Laín Entralgo, no existe “el ángel de los pueblos”; aunque quizas sí el daimon, el pequeño dios, que susurraba al oído de Sócrates o el Ángel de la Guarda de los rezos sencillos.

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