Vericuetos
Raúl Cueto
El pataleo
'La transmigración'. Juan Jacinto Muñoz Rengel. AdN, 2025. 272 páginas, 20,95 euros
A pesar de cultivar un género despreciado, el fantástico, Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974) se ha ganado una sólida reputación que avalan una decena de libros sorprendentes. Y digo esto porque se trata de raras aves en nuestro ecosistema, al tratar de combinar la exigencia de un estilo literario con algo más que recuerdos del barrio, reflexiones sobre el ombligo de uno, reflexiones sobre el ombligo de una, la guerra civil de siempre o, por seguir la moda de ahora, la vida en tu pueblo: Rengel aspira a algo más. En conexión con los grandes visionarios del pasado, persigue él una narrativa total, que abarque todo lo humano pero también el universo que lo circunda, y que, precisamente a través del manejo del fantástico, brinde un libro de historia pero también de biología y de moral, que sea un tratado de medicina y una guía de turismo y la Biblia. De ahí que los títulos de su catálogo resulten a menudo difíciles de describir, de captar en la totalidad de sus matices: por ceñirnos a dos ejemplos, la desbordante imaginación cristalográfica de El libro de los pequeños milagros (2013), con su crecimiento exuberante de relatos que se injertan en otros relatos como en una gigantesca geoda, o la descacharrante secuencia de malentendidos de El asesino hipocondríaco (2012), que sigue a un criminal obseso a través de los meandros de la fantasía y la erudición.
Inspirado como siempre en el acervo de la metafísica o del pensamiento abstracto, del que suele extraer conclusiones de impacto, Rengel acomete ahora, con La transmigración, una traducción a la novela de una vieja idea que se remonta en nuestro Occidente al menos hasta Pitágoras. Aunque, sí, la formulación es mucho anterior, procede seguramente de la India, y entre nosotros, por mor de los estudios de bachillerato, permanecerá siempre asociada al nombre de Platón: nuestro cuerpo es el envase de un ente sutil, no compuesto de materia, que lo anima indirectamente pero que lo abandona al cabo en el trance de la muerte (también en el del sueño) para mudarse a otro cuerpo nuevo. Se conoce esta concepción como teoría de la transmigración de las almas o metempsicosis, y compete a Rengel haberle sacado todo su jugo después de introducirla en el exprimidor de la cocina literaria: si somos algo más que nuestro propio cuerpo, ¿qué somos en realidad? Si yo consisto sólo en mi pensamiento y puedo conocerme sin necesidad de mis uñas y mi hígado y la punta de mi cabello (como quería Descartes), ¿cuál es mi relación estricta con este andamio de carne que me sigue a todas partes? Si fuera otro mi cuerpo, ¿continuaría yo siendo el mismo? Si todo el mundo cambiara de cuerpo súbitamente, ¿seguiría el mundo siendo el mismo?
Este punto de partida conduce al autor malagueño a un relato coral, donde se trenzan las vidas de varios personajes ejemplares (una madre divorciada, un cirujano con Parkinson, el empleado de un matadero, una streamer muy aplaudida) sobre un fondo de masacre al que nos han habituado ya las plataformas de televisión: es difícil mantener el orden social, o el orden sin más, en un medio en el que nadie es quien aparenta y resulta imposible no ya conocer al otro, sus propósitos y procedencia, sino conocerse a uno mismo. Asistimos así a una serie de cuadros descritos con precisión de microscopio (Rengel ha pulido el lenguaje de cada episodio para dar una voz precisa a un personaje y otro, separando con sutiles timbres la formalidad del médico de prestigio de la soltura de la mujer liberada o, y este es quizá el más conseguido, la jerga inextricable del adolescente atrapado en las redes sociales) que al entrelazarse van componiendo la imagen de un mundo despiadado y terrorífico (capítulo memorable el de la familia encerrada en casa y el marido que sale a buscar comida) sin renunciar, no obstante, a un resquicio último para la filantropía. No sé si a él le gustará que yo emplee esta palabrota, pero me parece que con este último libro (y ya son unos cuantos) Muñoz Rengel se aproxima otro poco a eso que llamamos un clásico, nuestro clásico. Y sin necesidad de barrios, ombligos, guerra civil, etc.
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