VERICUETOS
Raúl Cueto
Gargantúa y Pantagruel
Hablar mientras conducimos parece un gesto cotidiano, casi inocente, pero un nuevo estudio revela que esa simple acción puede ralentizar la mirada y retrasar la reacción ante cualquier imprevisto en la carretera.
La investigación, realizada por investigadores de la Universidad de Salud de Fujita (Japón) y dirigida por el profesor Shintaro Uehara con jóvenes adultos en un entorno controlado, muestra que el cerebro trabaja de forma muy distinta cuando conversamos: la atención se fragmenta, los movimientos oculares pierden velocidad y la capacidad de respuesta se resiente.
Escuchar, en cambio, no genera ese efecto. Y esa diferencia, aunque sutil, puede ser decisiva al volante.
La escena podría ser cualquiera: un conductor que comenta el tráfico con un amigo, una estudiante que responde a una llamada mientras cruza la calle, alguien que charla animadamente mientras sigue las indicaciones del GPS. Situaciones cotidianas, aparentemente inocuas. Pero un estudio publicado en PLOS ONE sugiere que, en esos momentos, nuestra mirada -y con ella nuestra capacidad de reaccionar- se vuelve más lenta de lo que creemos.
En un laboratorio silencioso, un grupo de jóvenes adultos se sienta frente a una pantalla. La tarea es simple: fijar la vista en un punto central y, en cuanto aparezca un estímulo en la periferia, mover los ojos hacia él. Un gesto tan automático que ni siquiera pensamos en él cuando conducimos, caminamos o trabajamos.
Pero esta vez hay una trampa: a veces deben hacerlo en silencio, otras mientras escuchan una narración y otras mientras responden a preguntas en voz alta.
Es en ese último escenario cuando ocurre algo diferente. Los movimientos oculares -rápidos, precisos, casi instantáneos en condiciones normales- se vuelven más torpes. Tardan más en iniciarse, más en completarse, más en fijarse en el objetivo. Hablar, simplemente hablar, ralentiza la maquinaria visual. Escuchar, en cambio, no produce ese efecto.
La diferencia puede parecer mínima en un laboratorio, pero fuera de él tiene implicaciones muy reales.
La conducción, por ejemplo, depende casi por completo de la vista. Cada frenazo inesperado, cada peatón que aparece entre coches, cada señal que debemos interpretar empieza con un movimiento ocular rápido y eficiente.
Si la conversación -aunque sea manos libres- consume parte de los recursos cognitivos necesarios, ese primer paso se retrasa. Y en la carretera, unas décimas de segundo pueden cambiarlo todo.
El estudio también confirma un patrón conocido: los movimientos hacia la parte inferior del campo visual son más lentos en general. Un detalle que, trasladado al mundo real, podría influir en la detección de obstáculos bajos o irregularidades en el pavimento.
El orden de las condiciones fue cambiando de forma aleatoria en tres días separados. En todos los participantes, hablar produjo retrasos claros y constantes en tres componentes temporales clave del comportamiento de la mirada: el tiempo necesario para iniciar el movimiento ocular después de la aparición del objetivo (tiempo de reacción), el tiempo necesario para alcanzar el objetivo (tiempo de movimiento) y el tiempo necesario para estabilizar la mirada en el objetivo (tiempo de ajuste).
Ninguno de estos efectos se observó entre quienes escuchaban o estaban en silencio, lo que sugiere que el acto de hablar y el esfuerzo cognitivo requerido para buscar y producir respuestas verbales crean una interferencia significativa con los mecanismos de control de la mirada.
Incluso las conversaciones con manos libres, si estamos al volante, pueden introducir una carga cognitiva lo suficientemente fuerte como para interferir con los procesos neuronales que inician y guían los movimientos oculares.
¿Por qué ocurre esto? Los investigadores apuntan a una explicación plausible: hablar no es un acto mecánico. Implica recuperar recuerdos, organizar ideas, seleccionar palabras, mantener un hilo argumental. Todo ello activa redes cerebrales que también controlan la atención y los movimientos de la mirada. Cuando ambas tareas compiten por los mismos recursos, una de ellas pierde velocidad.
Los autores añaden que el rendimiento al volante se ve influenciado por múltiples factores cognitivos y perceptivos, como la ceguera por falta de atención, la atención dividida y la interferencia más amplia que se produce cuando el cerebro se ve obligado a gestionar dos tareas exigentes a la vez.
Aunque el estudio no distingue entre distintos tipos de conversación ni mide directamente la carga mental asociada, sus conclusiones se suman a un mensaje que la ciencia repite desde hace años: la multitarea cognitiva tiene límites muy claros. Y hablar mientras realizamos tareas visuales exigentes puede ser más arriesgado de lo que pensamos.
Los autores ya planean nuevas líneas de investigación para medir la carga cognitiva en tiempo real mediante indicadores fisiológicos como la dilatación pupilar o la actividad cerebral. Pero mientras llegan esos resultados, la advertencia es clara: incluso una conversación trivial puede ralentizar nuestra capacidad de ver y reaccionar. Y en un mundo lleno de estímulos y distracciones, quizá convenga recordar que nuestra atención no es tan elástica como creemos.
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