El reencuentro de Andrey, un 'niño de Chérnobil' con su familia de Jaén: "Es como mi hermano"
Provincia
Andrey se reunió por sorpresa con su familia de acogida después de 23 años sin verse, donde pasó siete veranos de su vida
Vecinos de La Cerradura denuncian la falta de servicios básicos: "Es como si viviéramos en una burbuja de los años 80"
Un accidente nuclear sin precedentes dejó al mundo pegado al televisor y con una incertidumbre que pesaba, especialmente para Ucrania y los países vecinos. El 26 de abril de 1986, una prueba fallida en el reactor número 4 de la central nuclear de Chérnobil, provocó una explosión que liberó cantidades inmensas de radiación, cuyas muertes asociadas han sido a día de hoy imposible de medir, sí sus efectos sobre la salud.
Aunque el accidente ocurrió allí, Bielorrusia fue un país muy castigado, el viento extendió el 70% de los residuos radioactivos a Bielorrusia y contaminó hasta una cuarta parte del país, según la revista Ecovant. Cuando esto ocurrió Andrey tenía 4 años y no sabía que nueve más tarde pasaría cada verano lejos de las sustancias radiactivas que quedaron latentes en el aire, agua y tierra provocando enfermedades y contaminación en el agua y alimentos. Una generación, conocida como la de 'niños de Chernóbil', que creció bajo esos efectos invisibles. Para ellos, se pusieron en marcha en los años 90 programas internacionales de acogida temporal en países como España, Italia o Irlanda.
Fue gracias a una asociación andaluza por la que Andrey pudo vivir un par de meses lejos de esa radiactividad y el peligro que suponía vivir expuesto para su salud. Uno de los pueblos de Jaén solidarios que se sumó a esta inciativa fue Torreperogil, donde llegaron unos 20 niños en el 95 desde el país de la antigua Unión Soviética en un duro trayecto de días en autobús. La familia Pérez Sánchez recuerda la llegada de Andrey. Paqui, que por entonces tenía solo tres años más que él, cuenta a este periódico emocionada aquellos veranos.
“Fuimos a la Casa de la Cultura a recoger a los niños. Estaban en el escenario esperando que dijeran sus nombres. Cuando escuchamos 'familia Pérez-Sánchez y Andrey Vitusco', él bajó las escaleras con su macuto y se puso a caminar delante de nosotros, como si supiera exactamente dónde estaba su futura casa”, explica. Andrey tenía 13 años y las consecuencias de la radiación le habían dejado algunas zonas de su piel sin vello. Aquel mismo verano cumplió años en España. “Le hicimos una tarta, sus regalos… fue un cumpleaños muy especial para todos”, añora.
Durante siete veranos, Andrey volvió una y otra vez a Torreperogil. Se integró desde el primer momento. “Era un niño muy educado y obediente. Nunca pedía nada. Nosotros le comprábamos ropa porque venía con la de allí, y él siempre respondía con un 'no, gracias'. Pero le hacía ilusión todo lo que vivía aquí”, recuerda Paqui.
Descubrió el sabor de los alimentos frescos y la diferencia con los de su país, contaminados por la radiación. “Le encantaban los melocotones, y cuando probó la leche de aquí, no paraba de beber. Al principio no quería, porque decía que en su país era malísima, pero después se hinchaba. Incluso se llevó patatas de nuestro huerto a Minsk para que su familia viera la diferencia. Se asombraba con los pepinos, los calabacines, las lechugas…”, expresa Paqui.
El pueblo también lo acogió como a uno más. Se paseaba en la bici de su hermano, con la gorra y la camiseta que le había regalado el dueño de un bar. “Todo el mundo lo quería. Tenía muchos amigos, pero al final siempre estaba con nosotros. Era como un hermano”. El idioma tampoco fue un obstáculo. Apenas sabía unas palabras al llegar, pero con el oído fue aprendiendo. “Era una esponja. Al final hablaba en español sin problemas. Y lo más increíble es que, 23 años después, cuando ha vuelto, sigue hablando en español con nosotros”, cuenta esta torreña.
Cada final de verano era una prueba de lágrimas. “Llorábamos como magdalenas. Sabíamos que hasta el año siguiente no volveríamos a verlo", explica. Y cuando cumplió 18 años fue aún más doloroso, porque ya no podía venir con la asociación, cuando llegó a la mayoría de edad no podía salir del país sin un visado. Ese último verano fue diferente, Andrey vino acompañado de sus padres. “Fue maravilloso. Su madre siempre con el diccionario en la mano, todo el tiempo dándonos las gracias. Fue muy emotivo. Lo que vivimos en esos meses con tan poco tiempo fue impactante”.
Después comenzó la etapa de la distancia. Primero cartas, luego correos electrónicos, más tarde llamadas y WhatsApp. “Siempre he sido yo la que mantenía el contacto, porque era la mayor. Nos llamábamos, hablábamos en español. Nunca lo olvidó”.
Un reencuentro que se resistía
En 2007 intentaron traerlo de nuevo a España, para la boda del hermano de Paqui. Prepararon toda la documentación, fotos, certificados de su estancia, incluso hablaron con el consulado. Les concedieron el visado… pero a última hora, el día antes de viajar, se lo denegaron. “Fue un golpe muy duro”, recuerda Paqui. Después, Andrey se casó y se trasladó a Alemania. Varias veces planeó venir, pero siempre ocurría algo, la enfermedad de sus hijos, la necesidad de viajar a Bielorrusia para ver a sus padres… La espera se alargó hasta este verano.
Han pasado 23 años desde la última vez que se abrazaron. Las ganas y el cariño que aún persiste han hecho posible que ese reencuentro se produzca en Torreperogil, el mismo pueblo jiennense donde empezó todo. Aquel adolescente que llegó desde Minsk, ha vuelto convertido en padre de familia, políglota y con una vida plena. Pero, sobre todo, ha vuelto con algo que nunca perdió, el vínculo con la familia Pérez Sánchez, que lo acogió como a un hijo más durante siete veranos inolvidables. Fue Paqui quien organizó el reencuentro en secreto. Ni sus padres ni sus hermanos sabían que Andrey llegaba. “Cuando apareció en casa… no hay palabras. Fue un momento de lágrimas, emoción pura. Era como si nunca se hubiera ido. Como si ayer mismo hubiera estado aquí”, expresa esta torreña.
Y no vino solo. Lo acompañaban su mujer y sus dos hijos, que conocieron por fin a su familia española. Compartieron comidas, recuerdos y paseos por el pueblo. “Él se acordaba de todo, de la gente, de los bares, de las calles. Fue a saludar a vecinos que lo conocieron cuando era niño. Y los niños estaban felices. Nos decían que conocían la historia de su padre, que se la había contado muchas veces”.
En un restaurante, durante una comida, Andrey se emocionó tanto que no podía hablar. Tuvo que recurrir al traductor de su teléfono para expresar lo que sentía. “Decía que no tenía palabras para explicar lo que éramos para él. Que éramos igual que su familia, que lo que recibió en su infancia aquí fue tan grande que todavía no podía creer la suerte que tuvo. Era todo gratitud”.
Hoy, más de dos décadas después, aquel adolescente de Minsk que llegaba cada verano en autobús, después de cuatro días de viaje ha regresado con su propia familia. Y lo ha hecho con el mismo cariño, con la misma complicidad y con una gratitud infinita. “Para nosotros es un hermano. Para mis padres, un hijo. Y para él, nosotros somos su familia de España”, resume Paqui. El círculo se ha cerrado, aunque los lazos, nacidos del amor y la solidaridad son ahora aún más fuertes.
Temas relacionados
No hay comentarios