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La vida en las aldeas serranas transcurre con un ritmo distinto al de las grandes urbes que hay repartidas en la provincia de Jaén. Entre montañas, caminos sinuosos y un entorno natural privilegiado, el día a día combina tradición y nuevas oportunidades. Allí, donde muchos creen que la despoblación avanza imparable, cada vez son más quienes encarnan la resistencia, la creatividad y el futuro de un mundo rural que no se resigna a desaparecer.
En Miller, el silencio se rompe varias veces por semana. “Aquí los lunes y martes viene los panaderos y los miércoles el frutero. Son nuestros únicos servicios”, dice María Dolores Trigueros, vecina que acepta con regocijo sus raíces, con una naturalidad que solo da la costumbre.
Allí, con unas vistas maravillosas del entorno del embalse de Anchuricas, la vida no se mide por grandes relojes ni por atascos, sino por las visitas y por la vida compartida. “Nos apañamos, porque al final lo que no hay en el pueblo te lo acerca el vecino, y siempre hay alguien que baja a Santiago y te trae lo que necesitas. Eso es lo que mantiene la aldea, que aquí todos nos ayudamos”.
La escena cambia levemente varios kilómetros a distancia, pero aun dentro del término municipal de Santiago-Pontones, en La Matea, aunque la esencia es parecida. Rocío Lara camina habitualmente con las manos manchadas de harina porque lleva en pie desde las cuatro y media de la mañana. “Yo siempre tuve claro que iba a volver. Estudié Economía en Granada, hice un máster, trabajé fuera, pero quería regresar a mi pueblo. Ahora estoy con mi hermano en la panadería, el negocio familiar, y también he abierto un hostel", reconoce a Jaén Hoy.
Lara recuerda las miradas de incomprensión cuando volvió hace una década. “Me decían que estaba loca, pero hoy siento que mi vida tiene más sentido aquí. En La Matea me cruzo con cinco personas y converso con todas", dice mientras pone en valor una manera de vivir, más cercana y humana. Con respecto al desarrollo económico de la zona, la joven asegura que hay futuro: “Aquí los negocios funcionan, pero tenemos que hacer atractivo el entorno para que los jóvenes se planteen quedarse".
Un poco más abajo, en Pontones, Yolanda Vizcaíno repite la misma palabra que Rocío: volver. “Yo me fui con diez años y acabé viviendo en Villanueva del Arzobispo, luego estudié enfermería y trabajé en Madrid, en Valencia, incluso en Bélgica, pero siempre tuve claro que volvería”. Lo hizo hace cuatro años, aunque lo ideal para ella hubiese sido regresar como enfermera, decidió reinventarse y montar su propia empresa de turismo: Aventura Hernán Pelea.
Este núcleo de población, con un sentimiento arraigado de municipio propio, late con fuerza más allá de la temporada alta: "Tenemos más vida cuando pasa el verano que durante él". Y es que, una vez marchan los pastores, en Pontones tan solo quedan -asegura- unas sesenta u ochenta personas, pero hay numerosas actividades y talleres para todos los gustos. "Somos como una gran familia. Tenemos un club de senderismo de gente de las aldeas de cerca y nos vemos cada miércoles, quedamos para andar y luego nos echamos una cervecica. Igual que en la ciudad, pero infinitamente más participativo", sentencia Vizcaíno. Con la llegada del otoño, sigue siendo tradición la recolecta de los productos de la tierra para realizar conservas: "Los jóvenes, no todos, pero sí la mayoría, seguimos recogiendo, por ejemplo, moras y hacemos mermelada".
Todas, desde lugares distintos, pero próximos, coinciden en algo: la vida en estas aldeas es distinta, exige esfuerzo, pero también ofrece un sentido de pertenencia que difícilmente se encuentra en las ciudades.
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