La primera vez que pisé Atocha tras los atentados no pude menos que sentir miedo. Habían pasado un par de años desde que aquellas imágenes nos desgarraran el velo de la proporción humana. Estábamos acostumbrados a tiros en la nuca y secuestros, pero no a una masacre de semejante magnitud. Hacía un cuarto de siglo de la casa cuartel de Zaragoza y de Hipercor y casi lo recordábamos en blanco y negro… Atocha era otra cosa totalmente desconocida. Todo el mundo lo sabía. Todo el mundo.

Recuerdo llegar a las escaleras mecánicas que dan a los andenes y revivir las explosiones que tantas y tantas veces había visto en televisión. Fueron tan solo unos pocos segundos en aquellos peldaños móviles pero me transformaron, porque las pulsaciones aceleradas marcaron el ritmo de ese descenso a los infiernos. Luego solo silencio, miradas y un halo de sospecha y pánico contenido que flotaban en el ambiente. Cualquier mochila o maleta era una bomba. Justo eso es el terrorismo.

Años más tarde visité la estación junto a mis hijos. Ninguno había nacido en 2004. Visitamos el memorial, leímos algunas frases, susurramos y finalmente callamos hasta la salida. Hasta los niños saben cuándo un lugar es sagrado… La semana pasada, días antes de cumplirse veinte años de aquel horrible jueves, vimos en casa un reportaje al respecto; y en sus ojos adolescentes contemplé un rayo de esperanza al comprobar cómo toda su atención se concentraba en una única idea: la estupefacción por la barbarie. Eran incapaces de entender los motivos que pueden llevar a semejante locura, pero no mostraban odio sino incomprensión. Y eso es de agradecer en los hijos de uno, porque es la prueba de que jamás claudicarán ante el fanatismo de la ira y la venganza.

Pero hubo otro detalle que tampoco acertaron a comprender. Y es que llegado el triste aniversario presenciaron sorprendidos la división de víctimas, instituciones y partidos políticos. Ni siquiera el dolor compartido es capaz de unir lo disperso. Y cuánta sinrazón atesoran los gestos de quienes olvidan que lo más importante es el recuerdo y el respeto. Desde la Guerra Civil (en verdad desde antes) las dos Españas de Machado lloran a sus víctimas por separado: una de ellas en los altares; la otra en las cunetas… Hace unos días ni siquiera lloraron juntas en los raíles; y mientras eso no suceda seguiremos perdiendo trenes a la concordia. Unos trenes que cada vez quedan menos en circulación…

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