Esta semana se celebró el Día Mundial del Teatro, un arte que viene acompañando al ser humano desde el origen de los tiempos. Ya sea clásico o contemporáneo, contemplar una obra sobre un escenario sigue siendo un ritual iniciático para quien lo experimenta por primera vez. Las luces, los olores, los gestos y palabras que se declaman al aire dejan una profunda huella que nunca se olvida y que siempre pide más.

Nada hay más verdadero que unos ojos infantiles mirando la apertura del telón. En el fondo, todos somos niños en la platea, expectantes por olvidar nuestras vidas como quien se asoma a una mirilla para espiar al vecino. Ya sea placer o dolor, risa o llanto, lo ajeno nos resulta atractivo; unas veces por codicia, otras por consuelo, toda actuación despierta emociones diferentes en cada persona y cada cual, una vez terminada la representación, regresa a su existencia transmutado en un ser diferente, mejor cuanto mejor sea la obra disfrutada.

Pero una obra jamás termina al encender de nuevo la sala. La realidad nos espera a la salida y nos convierte en protagonistas sin guión de dichas, desventuras, sueños y pesadillas, aunque sea la monotonía la temática más común. Es esta última un cáncer que nos convierte en espectadores de nuestros días y que nos limita a pequeños papeles secundarios en diferentes decorados: trabajo, familia, hogar, amor, amistad… Toda relación humana es puro teatro, siendo la soledad el único lugar donde afloran las certezas universales que otorga la duda sobre quiénes somos y si lo que vivimos nos despierta o adormece. Soportar el silencio de la noche es reencarnarse en Hamlet o Segismundo y eso requiere preparación. Pocas personas persiguen el rol principal. La mayoría reniega de pagar precio alguno por la gloria y prefieren ocultarse entre bambalinas e incluso dedicarse a la mecánica de las tramoyas en busca del anonimato de sí mismas.

Ya lo cantó La Lupe: 'falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…'. Vivir debe ser un decidido caminar hacia las candilejas, un firme mirar al horizonte oscuro de la última fila y, ya se logre el aplauso o el abucheo, llegar al final de la pieza con la sensación de haber sido dueños de nuestro destino en todo momento y habiendo disfrutado del espectáculo, a ser posible bailando. ¡Viva por siempre el teatro!

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios