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Jesús Vicioso
El día en el que no compré nada
De Silvina Ocampo, reducida a su condición de mujer de Bioy Casares, se ha dicho que es el secreto mejor guardado de la literatura argentina, y lo mismo podría afirmarse de otro de los integrantes del círculo en el que se movieron ambos, José Bianco, autor de una obra reducida pero ineludible. Hombre de carácter reservado, modales exquisitos y vasta cultura literaria, fue parte fundamental del grupo que orbitaba en torno a la revista Sur, donde ejerció largo tiempo como redactor jefe, pero su discreción natural y lo escaso de su obra no ayudaron a que abandonara la categoría de firma de culto. Tradujo del inglés o del francés, se desempeñó como excelente editor y crítico y sólo en contadas ocasiones condescendió a escribir sus propias historias. Cuando lo hizo, sin embargo, brilló a una altura infrecuente, especialmente en tres narraciones que pueden calificarse como verdaderas obras maestras. Concebido para formar parte de la famosa Antología de la literatura fantástica que prepararon Borges, Bioy y Silvina, Sombras suele vestir remite a Henry James y también, hasta cierto punto, a esos ambiguos relatos de Chesterton en los que el orden racional contradice –pero no desmiente del todo– la insinuación de lo fantástico. En un plano de relativa irrealidad se mueve asimismo Las ratas, donde el narrador exprime las posibilidades de la ironía, pero acaso sea La pérdida del reino, novela sobre el fracaso que Bianco empezó y abandonó hacia el medio siglo y no publicó hasta los primeros setenta, la más sugerente de sus obras y la más reveladora de su trayectoria como escritor renuente. “Como el cristal o como el aire –dice Borges–, el estilo de Bianco es invisible”. De contornos nítidos y a la vez indescifrables, la escritura del argentino es un prodigio de sutileza, pero su claridad formal es solo aparente o mejor dicho engañosa. No sirve de nada resumir sus argumentos, pues lo que importa son los caracteres, las atmósferas enrarecidas, el modo cómo los hechos se insinúan o desdoblan, conforme a distintas perspectivas que se multiplican como los corredores de un laberinto –doble emblema de la razón y el desvarío– en el que el lector debe guiarse a la luz de datos no siempre fiables. Sabio editor e intérprete de obras ajenas, Bianco dosificó su talento e hizo de la contención –o quizá también de la indolencia– un hábito saludable. Nadie podrá negarle un lugar de honor entre los narradores hispánicos del siglo.
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