Sala de espera
Jesús Vicioso
El día en el que no compré nada
Siempre que se habla de la naturaleza en estado salvaje, por oposición a los territorios en los que se la recrea con propósitos ornamentales, recordamos el libro en parte autobiográfico donde el narrador y ensayista John Fowles, autor de novelas como El coleccionista o La mujer del teniente francés, explicó sus ideas sobre el pulso de la vida en libertad, muy en consonancia con la filosofía existencialista que había abrazado en su juventud oxoniense. Publicado a finales de los setenta, El árbol puede relacionarse con el auge de la conciencia ecológica en esos años, pero su discurso trasciende el conservacionismo y admite una lectura en clave de poética personal, referida al ámbito de la creación y a su forma de abordarla. Remontándose a su infancia, el escritor británico evocaba la figura del padre, minucioso cuidador de un huerto mínimo –en el jardín trasero de la casa familiar, un adosado de la periferia de Londres– que hizo nacer en el hijo el deseo de los espacios no acotados. En la campiña de Devon, adonde se trasladaron durante la Segunda Guerra Mundial, el adolescente que veía con desagrado esa dedicación casi obsesiva y encaminada a lograr el máximo rendimiento, descubrió el medio agreste, los árboles que crecían a su aire y conformaban el ámbito superior del bosque, ajeno a la intervención humana. Para Fowles, que se definía como naturalista aficionado, el afán catalogador y la pretensión de clasificarlo todo son lastres que impiden la relación directa con el entorno natural, lo cosifican reduciéndolo a decorado y al eliminar su misterio lo alejan de la vivencia genuina. Frente al utilitarismo y el deseo de posesión, la disposición artística permite contemplar la naturaleza desde dentro de uno mismo, sin someterla o ajardinarla. La ciencia se empeña en domesticar lo salvaje y de ese modo, al explicarlo, lo hace incomprensible. De poco sirve conservar los paisajes, o recluirlos en reservas, si no somos capaces de entablar con ellos una comunión auténtica, imposible de representar en libros o documentales. Enaltecidos por la tradición, los jardines cerrados son un pálido reflejo del “caos verde” que distingue a los bosques reales. Algo queda del temor que inspiraban como símbolos del mal, aunque en nuestra época predomina esa forma civilizada de acercamiento, tan ajena a la experiencia íntima, que es la aproximación didáctica, igualmente reductora e infecunda cuando hablamos de literatura.
También te puede interesar
Sala de espera
Jesús Vicioso
El día en el que no compré nada
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Crónica personal
Pilar Cernuda
Salazar, otra pesadilla
¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática