
En tránsito
Eduardo Jordá
Los extraños
En tránsito
De repente, todo lo que rodeaba el complejo caso de Juana Rivas se ha convertido en un capricho goyesco. En los ochenta grabados de sus Caprichos, Goya pintó lechuzas con rostro de gárgola que revoloteaban amenazadoras sobre una pobre mujer rodeada de viejas con cara de simio. Pintó penitentes con capirote sometidos a un humillante proceso inquisitorial. Pintó viejas fisgonas (medio arpías y medio celestinas) que cuchicheaban al oído de una chica que las escuchaba con cara de pánico. Pintó aquelarres y monos que tocaban la guitarra y mujeres que volaban –¡Volaverunt!– por encima de tres desgraciados que cargaban con un pedrusco. Pintó hombres que eran águilas y eran simios y eran homúnculos y eran otra cosa que ya ni siquiera era humana ni se parecía remotamente a un ser vivo. No hay una sola imagen de los Caprichos que sea noble o hermosa. Todo es oscuro, feo, grotesco y sucio. Todo es deforme. Todo es detestable. Todo es triste. Todo es vil. Todo es indecente. Todo es repulsivo.
Cuando los Caprichos se pusieron a la venta, en 1799, en una colección de ochenta estampas que se vendía a 320 reales de vellón, Goya los retiró enseguida porque temía ser denunciado a la Inquisición. Y eso que Goya era pintor de cámara del rey y muchos de los miembros del gobierno de entonces –con Godoy a la cabeza– eran ilustrados y compartían sus mismas ideas en contra de la superstición y en contra del fanatismo. Pero Goya tenía miedo. Sabía que la ignorancia y la burricie tenían demasiado peso en la sociedad y no se sentía del todo seguro, así que decidió vender los grabados y las planchas originales al rey Carlos IV, que las mandó guardar en el Instituto de Calcografía.
Dirán que me estoy alejando del tema, pero no es así. En el caso de Juana Rivas –igual que en los Caprichos goyescos– hay dos opciones ideológicas enfrentadas: la superstición irracional que se opone al respeto a la verdad; y el histerismo fanático que ataca la ley que se funda en las pruebas racionales. Lo único que ha cambiado en estos doscientos y pico años es que en tiempos de Goya las clases ilustradas y el Gobierno estaban de parte de la razón y en contra del fanatismo. Y hoy, para desgracia nuestra, ocurre todo lo contrario.
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