Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
CUANDO era más joven no es que todo fuese distinto: tenía otra mirada. Mediaban los años 80 cuando escuché por vez primera acordes de Princesa, Calle Melancolía o Pongamos que hablo de Madrid. Y si los oí fue gracias a Jose Fuentes, mayor de una familia de varios hermanos con los que compartía veranos despreocupados a pocos kilómetros de la playa de La Barrosa. Joan Manuel Serrat –y Machado– ya anidaba en mi vida hacía tiempo por influencia materna, que es más natural. Sin quererlo, Sabina se mudó a mi interior sin vistas. Y ahí sigue de squatters Joaquín, casi medio siglo después: su música, sí, pero sobre todo sus letras.
El lenguaje de Sabina me impactó desde chaval: comprendí que las palabras pueden decir más que la literalidad, romper tabúes y prejuicios, reivindicar causas, viajar en el espacio y el tiempo. Y contar historias.
Mi vocación por el oficio de periodista, que aprendí y he ejercido siempre en una redacción, seguramente empezó a forjarse entre los versos de este andaluz de Úbeda, donde actuará en una semana.
Sus textos, cantados o no, siempre acaban por alcanzarte. Nadie te prepara para preguntarse Quién me ha robado el mes de abril cumplida la cincuentena. No hace falta ser un luchador incansable contra la tiranía de la rutina, ni optar por una vida crápula para que su poesía y sus cuentos cantados encajen en algún momento de tu propia existencia.
Al fin y al cabo, Joaquín lleva medio siglo cantando y contando las Mentiras piadosas del amor y del desamor y enseñándonos a convivir entre Peces de ciudad.
El martes noche pude decirle Hola y adiós en La Maestranza, antes de que se corte la coleta de las noches de concierto: anunciado tres veces en los carteles, como las grandes figuras del arte de Cúchares, aún hay opción a verle en Sevilla mañana. Allí, a pocos metros frente a frente, aunque sin estoque, Joaquín Sabina expuso su arte, por poco que cante, para recordarnos, uno a uno, a miles de fieles seguidores de tantos años ¿cómo huir cuando no quedan islas para naufragar? O que aún quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Más de cuarenta años vividos en sus versos merecen, pues, un agradecimiento antes de que despida los escenarios por San Andrés. Porque siempre hay alguien a quien decirle que yo no quiero París con aguacero. Ni Venecia sin ti. Gracias, Joaquín. Y, sobre todo: gracias, Jose.
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