Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
No hay que resucitar a Emilio Alarcos, Rafael Lapesa y Manuel Alvar para convenir en que el lenguaje inclusivo es una rémora, una pérdida de tiempo y una afrenta al sentido común y uno de sus principales hallazgos: la economía del lenguaje. Si la lengua que hablamos es la materna, qué necesidad tenemos de cosificar a la mujer, pues no otra cosa es esa objetivización lingüística de la mitad del cielo, esa suerte de galantería exculpatoria que deja los micromachismos en pañales.
Me eduqué en el respeto a las mujeres, porque a ellas volveremos en nuestro momento final como se lee en el escalofriante versículo del libro de Job. Soy el mayor de cinco varones, todos la niña que nunca pudo tener la buena de mi madre, que se quedó con ese antojo en el argot de las parturientas. Crecimos en un entorno de lo que ahora llamarían matriarcado: mi padre trabajaba y buscaba casa para la familia y mientras nosotros nos criábamos en la panadería de mi abuelo, gobernada por mis tías todavía solteras. Porque mi madre era la mayor de siete hembras y un solo varón. En mi casa los hombres somos minoría. No perdemos las elecciones porque la familia no es una democracia ni orgánica ni asamblearia, pero mi hijo y yo nos plegamos al viento de sus hermanas, su madre y nuestra reciente nieta.
Al Congreso de los Diputados le van a llamar Congreso a secas. Más aceptación habría tenido aprobar sanciones sobre las señorías (genial anfibio del lenguaje parlamentario para evitar sesgos) que no intervengan nunca en los plenos o sesiones, sobre quienes se excedan en los insultos o en los vítores. Multas a los palmeros (lo de palmeras invita a la confusión).
Todos y todas. Como el pueblo natal de Goya, que nació en Fuendetodos (y Fuendetodas). Si los pájaros además de volar pudieran hablar, que a punto estuvieron cuando les predicó tan sabiamente San Francisco de Asís, no me los imagino diciendo tordos y tordas. Cuentan con una ventaja que en su caso excluiría el galimatías del lenguaje inclusivo. En el mundo de la ornitología es asombroso el dominio de las féminas: la paloma (el Espíritu Santo tiene más predicamento que Eduardo Mendicutti), la golondrina (gracias, Gustavo Adolfo, dirán en su vuelo rasante al poeta que también volaba: “un acordeón tocado por un ángel”, dice Machado de su poesía), la calandria, la abubilla, la oropéndola, la perdiz, la codorniz, la tórtola (qué ridículo su masculino) o el águila en sus distintos registros de real o imperial. El hombre no consiguió nunca esa sutileza, puede que la culpa fuera de Ícaro.
El presidente del Gobierno cruzó el Atlántico para jugar la Copa Libertadores con los caudillos latinochés del subcontinente americano. Cuando salió, la Cámara Baja de la Carrera de San Jerónimo se llamaba Congreso de los Diputados. Cuando se despida del cóndor (aquí se rompe la regla) volverá al Congreso a secas. Una pica más en su cruzada contra la internacional del odio, la mentira y el heteropatriarcado. Pues ya puestos, uno de los leones debería ser una leona.
También te puede interesar
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Crónica personal
Pilar Cernuda
Salazar, otra pesadilla
¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
La lluvia en Sevilla
Carmen Camacho
Nadie al volante
Lo último