Montear desde el tren
De fondo se oye teclear un portátil, rebañar una bolsa de patatillas y un ligero ronquido que viene y va por alguien que se ha quedado absolutamente frito.
De forma aislada, en los oídos de todos ellos resuenan músicas diferentes conectadas entre sus auriculares inalámbricos y el smartphone de cuya pantalla no despegan la vista. Todos menos el que sigue roncando, que directamente tiene los ojos cerrados.
Mientras, como si quisiera ir a contracorriente del resto del mundo yo me sumerjo en el mío propio y es mi vista la que no se despega del paisaje que vamos atravesando. Tapizado de un verde esplendoroso y de un rojizo intenso en la tierra mojada del olivar que se va sucediendo hasta casi llegar a Vilches.
Mi intuición me obliga a permanecer atento, convencido que falta muy poco para que se produzca esa escena que ando buscando. Y efectivamente, poco después ya se empiezan a ver los primeros conejos que andurrean desperdigados y solitarios entre los rodeos de las olivas dejando cada vez más atrás la imagen del castillo de Jaén presidiendo la ciudad.
Esos pequeños lances comienzan a sucederse y son el anticipo de lo que está por llegar una vez hayamos pasado Mengíbar. Mientras, el arcoíris acaba por salir y a lo lejos su multicolor aparece como si la inteligencia artificial se encargara de ponerlo ahí.
Un poco más adelante al pasar por La Marquesa, veo a lo lejos su fastuosa plaza de tientas de tapia entre granate y burdeos, donde una mañana de julio paré una becerra colorada con el capote, cuando por aquel entonces el hierro de Torrehandilla estaba en todas las ferias y el ganado bravo se veía desde el tren.
Hoy no quedan reses bravas en sus cercados, pero siguen los cochinos campando por sus hectáreas en alguna mancha de la finca que alguna vez se monteó entre amigos y con pocos puestos.
Precisamente será a partir de ahí cuando el instinto me lleve a querer buscar las reses. Me viene al pensamiento aquellas enseñanzas en voz alta en mis primeras monterías de niño cuando ansioso, oía el ladrido de las rehalas acrecentándose en el monte: “A las reses hay que dejarlas cumplir”
Y efectivamente, no tardarán mucho en aparecer las primeras “pepas” bajando a beber a los arroyos que se han formado tras las lluvias. A partir de ahí, viajar en tren por las entrañas de la provincia de Jaén camino de Madrid se convierte en un auténtico disfrute y un bálsamo reconfortante para un montero que en lo que va de temporada todavía no se ha puesto en una armada.
Por Calancha se ven algunos varetos sueltos y más adelante pelotas de ciervas que rompen a correr por un cortadero cuando sienten el empellón del armatoste de Renfe atravesando Sierra Morena entre chaparros y riscos.
Es un viaje de sensaciones que muchos ignoran cuando van o vienen de Madrid, ensimismados en su tecnología e ignorantes del paraíso interior de Jaén al viajar en tren, precisamente en todo ese tramo y lo único verdaderamente placentero de un transporte público que deja mucho que desear, donde a veces los viajes se eternizan o el ánimo del viajero languidece hasta casi acabar como un venado que yace muerto, destripado por la carroña que ha dejado al descubierto su costillar, pero cuya cuerna de lejos se distingue desde el tren.
Al cruzar Despeñaperros el campo se va abriendo y los pinos se suceden. Parece la división dos mundos. Los frondosos copos de los pinos delimitan una altura y el paisaje acaba por igualarse.
Luego ya, llegando a Almuradiel y El Viso del Marqués es el asfalto lo que nos acompaña, discurriendo la vía frente a la carretera. A partir de ahí empieza a bajar la emoción en mí porque todo se normaliza y se vuelve monótono.
Es entonces cuando desando el camino andado de mi propia realidad y me uno a lo mundano, dando por finalizada esa imaginaria montería que sólo en mi cabeza y por espacio de menos de una hora he sido capaz de sentir, como si el puesto de la armada no fuera estático y yo estuviera cazando en una especie de travelling.
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