Viva Franco (Battiato)
Javier González-Cotta
Osborne, el articulista quieto
Muchas cosas que hoy consideramos vulgares fueron en su tiempo elegantes. Tal ocurre con los calcetines blancos, el chachachá o el mueble bar. Si hay algún lector joven al otro lado se preguntará qué es un “mueble bar”. Sin embargo, en los años setenta y ochenta fue el rey de los livings (entonces se llamaban salón-comedor) de las clases medias y trabajadoras, con sus maderas falsas, sus vidrios esmerilados, sus anaqueles para enciclopedias por fascículos, sus figuritas de Lladró y sus espacios para algunas botellas de Ponche Caballero, las sobras de anís de la Navidad y algún whisky de producción nacional. Como suele ocurrir con todas las modas acogidas con entusiasmo por el común de los mortales, el mueble bar terminó considerándose por los petimetres como ejemplo de mal gusto en la decoración de los hogares. Eran ya los tiempos de Ikea y estar a la moda era incompatible con un mueble bar comprado en los polígonos de España. Sin embargo, este enser había sido en su día un eco buscado de las mansiones del Londres posteduardiano y los chaletazos estilo Wright en EEUU, aquellos que salían en las películas en las que era inevitable que alguien ofreciese una copa de algún licor o sherry sacado de un mueble bar.
Hoy, el mueble bar se recuerda con simpatía, porque intentó llevar un poco de ese glamour cinematográfico a los lugares más duros del país: las barriadas falangistas, los pueblos de la Meseta, las casas de los manijeros o las periferias del desarrollismo, aquellas en las que los espacios verdes dibujados en el papel por los urbanistas eran descampados desolados donde brillaban las hogueras.
Hace ya demasiado tiempo vi una película cuyo título se ha perdido por algún sumidero de mi red neuronal. En ella, un chorizo prototípico del tardofranquismo intentaba redimirse de la heroína y el palo. En el proceso encuentra una mujer con la que casarse, una chica bonita y sencilla con ganas de prosperar que le enseñaba a ponerse la corbata y, durante las comidas, a limpiarse los labios antes de beber para no manchar los filos de las copas. Aquello acababa como el rosario de la aurora, con el quinqui regresando a los infiernos del navajeo, la recortada y el pico. Pero antes, el director, para mostrar que aquel deshecho de tienta de la Crisis del Petróleo había rozado su normalización propia de un hogar mesocrático, lo mostraba en una escena feliz y doméstica, como un cuadro holandés, sacando una botella del mueble bar para meterse un lingotazo de cualquier licor viril publicitado en la radio deportiva dominical. Aquel mueble bar era el símbolo de la vida buena, de una España mejor.
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