Nada que objetar

Jaén, 08 de marzo 2025 - 08:00

La objeción de conciencia ha estado vinculada desde siempre a la desobediencia civil por motivos fundamentalmente éticos, ideológicos o religiosos. Es decir, no acatar la ley por convicción propia. No coger un arma o no llevar a cabo según qué prácticas médicas pueden ser considerados claros ejemplos del legítimo derecho a la libertad de elección y acción. Hasta aquí todo correcto, porque supone un pulso saludable y necesario entre individuos y Estados.

El problema surge cuando esa objeción perjudica los derechos de otras personas al ser ejercida por servidores públicos, como puede ser el personal sanitario adscrito al Sistema Nacional de Salud. De todos es conocido el hecho de que determinadas farmacias vinculadas a la Asociación Española de Farmacéuticos Católicos no tienen a la venta métodos anticonceptivos al ir en contra de sus creencias. Por su parte, en Andalucía y en otras comunidades existe un Registro de Profesionales Sanitarios Objetores de Conciencia a realizar la prestación de ayuda para morir. Igualmente, a finales del pasado 2024 se aprobó el protocolo para la creación de diferentes registros autonómicos de personas objetoras de conciencia para la práctica de la interrupción voluntaria del embarazo…

Estas cuestiones de bioética entroncan directamente, en la mayor parte de los casos, con planteamientos de índole religiosa, como por ejemplo el ofrecimiento de fórmulas como la naprotecnología frente a las técnicas de reproducción asistida; todo ello, por supuesto, dirigido a consumarse dentro del matrimonio entre hombre y mujer. Y aquí está el quid de la cuestión… Vivimos en una sociedad de tradición cristiana y por ello aceptamos como válidas esas raíces. Pero, ¿seríamos igual de tolerantes con un facultativo que por su fe diferente a la nuestra se negara a practicarnos una transfusión sanguínea, emplear anestesia en una operación, administrar antibióticos o amputar un miembro gangrenado a un familiar nuestro o a nosotros mismos?

Exagerando mucho podríamos encontrarnos un día con que una mujer embarazada sufre un trágico accidente de tráfico. Imaginemos que es sábado, de forma que la médica judía que la atiende nada más llegar se niega a operarla. Se acerca a la paciente un médico testigo de Jehová, que descarta proceder a una transfusión de sangre. Otro galeno, en esta ocasión católico, se niega a practicar el aborto para salvarle la vida a la madre… Al final, para no dramatizar en exceso con esta ficción, diremos que la madre y el feto salvaron la vida in extremis gracias a la pronta intervención de otros profesionales presentes en el hospital que no presentaron ningún tipo de prejuicios a la hora de realizar su función. Por su parte, los doctores que no actuaron en pro de sus ideas durmieron esa noche plácidamente con la conciencia tranquila y el bolsillo lleno de su salario público por no hacer nada al respecto… Fin del cuento.

Solo espero que nunca muera ningún familiar mío por cuestiones de conciencia del personal sanitario que le asista, porque entonces seré yo quien haga uso de ese tan cacareado derecho a la convicción propia y, por tanto, ya no habrá nada que objetar.

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