Santa Justa, territorio del caos

03 de julio 2025 - 03:09

Santa Justa la concibieron los Cruz y Ortiz como el gran hall de la Sevilla felipista y moderna, aquella que nacía con la Expo 92 y el Ave, huyendo del fantasma del Mezzogiorno italiano. Atrás quedaron el oxidado dogal ferroviario que ahogaba el crecimiento de la ciudad y las dos estaciones de encanto historicista y provinciano, con quintos y vendedores de mostachones. Pero, sobre todo, atrás quedaron décadas de ineficacia ferroviaria, de trenes impuntuales, incómodos y sucios; de infraestructuras cochambrosas. Uno de los grandes logros de la Reinstauración Borbónica –gracias en gran medida a los fondos de cohesión europeos– fue la revolucionaria mejora de las infraestructuras de comunicación, especialmente las autovías y los ferrocarriles. Pasamos de sentir envidia por los trenes británicos –entrevistos en películas como Breve Encuentro– a mostrar nuestro orgullo por haber superado a la decadente British Rail.

Todo lo dicho en el párrafo anterior ha saltado por los aires. Santa Justa es hoy el territorio del caos, el país de nunca jamás (volverás). La confianza en el sistema ferroviario español se ha esfumado, como la juventud o el sándalo de los hippies. Coger hoy un tren se ha convertido en un problema pitagórico, en una fuente de ansiedad para el que tiene que ser puntual en una cita de negocios o amorosa, o tomar un vuelo en Barajas. El Ave ha pasado de ser el buque insignia de la modernidad española al símbolo de su decadencia. El corredor ferroviario que une al sur de España con Madrid está gravemente tocado, algo que no afecta solo a Sevilla, sino también a Cádiz, Málaga, Córdoba... Solo en el último año, Santa Justa ha vivido cinco episodios de caos, con los viajeros tirados por los suelos sin recibir explicaciones y la angustia de no saber cuándo llegarán a sus destinos. Hemos hecho casi sin darnos cuenta un largo viaje de regreso de Europa al Tercer Mundo.

Hay explicaciones técnicas para tanto desastre: la obsolescencia de las infraestructuras y la mala planificación de su renovación, el aumento enorme de viajeros por la turistificación y la irrupción de compañías ferroviarias privadas, el robo de cobre... Pero también –y sobre todo– las hay políticas: la nefasta gestión de Adif y Renfe de la que es culpable el huido e inefable ministro Óscar Puente y unas cúpulas nombradas por él que no conocían suficientemente bien el sistema ferroviario español. Pedir dimisiones –que es lo que ocurriría en un país serio– es inútil en una España sanchista sumida en el cinismo y la mera supervivencia personal de sus líderes.

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