La espantosa rampa de la Torre de las Troneras del Alcázar de Jaén
TRIBUNA
El autor analiza el controvertido uso que pudo tener esta singularidad arquitectónica nada frecuente en este tipo de fortalezas
Hace ya muchos años que falto de Jaén, desde mis tiempos de bachillerato y primeros cursos de carrera. Y entre los muchos y gratos recuerdos que conservo de aquellos lejanos días están las excursiones que los seminaristas hacíamos por los contornos de la ciudad: la fuente de la Peña, el balneario de Jabalcuz, la fuente de la Imora, la cueva del castillo, el puente de la Sierra, el Puente de Tablas, etc. en las que no dejábamos pasar la ocasión de acrecentar nuestras colecciones de fósiles y minerales.
Pero en este momento me quiero referir en concreto a mis visitas al alcázar de Jaén, no a la fábrica de cerveza, sino al castillo, bien con motivo de la fiesta de Santa Catalina, o bien en algunas otras ocasiones especiales, en las que nos era dado traspasar las puertas de esa antañona fortaleza y recorrer sus murallas, sus torres y sus adarves, contemplando desde allí el remoto paisaje que va desde las imponentes cumbres de Sierra de Mágina a las faldas de la Sierra de la Pandera, dejando en medio la ancha campiña y vega del rio Gudalbullón, en otro tiempo flanqueado de huertas, en las que se recogía cosecha de fruta que el año traía, aunque ésta no fuera siempre bien valorada:
"Melones del río de Jaén: buena cara y mal comer".
En aquellas esporádicas visitas al alcázar giennense nos llamaba poderosamente la atención la impresionante rampa que se conserva en una de sus torres albarranas, la llamada torre de las Troneras, de la que se narraba una espeluznante leyenda popular, según la cual dicha rampa había sido construida en tiempos de los moros para arrojar por ella a los prisioneros.
La visión de esta extraña construcción, que desciende vertiginosa hasta desembocar en las peladas peñas sobre las que se asienta la muralla de la fortaleza, unida a los detalles macabros con que se adornaba el relato de los desgraciados prisioneros arrojados vivos al vacío, los cuales caían de cabeza y se iban despellejando al tiempo que se refregaban contra las paredes de tan estrecha abertura, sobrecogía nuestra imaginación, todavía infantil, y nos llenaba de pavor, con lo que esta hórrida visión se grabó de manera indeleble en el catálogo de mis peores pesadillas y en muchas ocasiones me obligó a recitar, antes de dormir, el conjuro que se decía en mi pueblo (Bélmez de la Moraleda) para exorcizar los terrores nocturnos:
Mariquilla la Pesadilla,
la de la mano dorá:
Cuenta las estrellitas del cielo,
las hojas de los árboles,
la arena de la mar
y vente conmigo a acostar.
* * *
Pero, hete aquí que hoy las cosas han cambiado, y los historiadores, que son gente sesuda, han aplicado la lógica rigurosa a su interpretación de la historia, desechando las leyendas tradicionales, que, como todo el mundo sabe, no son más que cuentos de viejas, para dar una explicación racional a la rampa de esta torre, explicación que se recoge en una página web, no sé si oficial (Jaén Castillo de Santa Catalina), en la que se da información sobre el alcázar de Jaén, y se dice así:
“Esta torre [de las Troneras] alberga las antiguas letrinas, que eran utilizadas como retrete y vertedero de basuras en época medieval, así como lugar de aseo y baño durante la ocupación napoleónica. Cuenta curiosamente además con un sistema de ventilación de malos olores.”
Mas, mira tú por donde, llegan ahora hasta tres autores árabes, todos ellos literatos e historiadores de muchas campanillas, que nos vienen a contar la historia de otra manera, más acorde en este caso con la tradición popular que con el racionalismo científico (¡cosas de moros!).
El caso es que hubo un importante personaje de la época de las segundas taifas (mediados del s. XII), que se apoderó de la fortaleza de Segura, en el año 1147, y tomó después Jaén en 1159, creando un principado que se extendía hasta más allá de Úbeda y Baeza. Este señor de la guerra, llamado Ibrahím Ben Hamusco, y en romance Mochico (que era el apodo de su abuelo, a quien le habían cortado las orejas), fue un famoso adalid militar de origen cristiano, pero converso al islam, como la mayoría de sus tropas, todos mercenarios, que se distinguió por su ferocidad, sobre lo cual se hacían lenguas las gentes de su tiempo, entre los que podemos citar a un poeta de Úbeda, llamado Abú Bakr al-Yaamurí, que dijo de él:
Hamusco es la unión de dos palabras:
La aflicción (hamm), y el recelo (sakk).
Pues los ojos de la religión y del mundo
lloran amargamente por su despotismo.
Pero oigamos lo que nos dicen de él esos tres autores árabes a que antes hemos aludido. El primero es el literato e historiador valenciano del siglo XIII, Ben Al-Abbár, que habla de Ben Hamusco en estos términos:
“Castigaba a las criaturas de Dios altísimo colgándolas y quemándolas, y no cejaba de idear cosas horribles, como lanzarlas con los almajaneques o hacerlas rodar como piedras desde los lugares más elevados”.
El segundo es el gran enciclopedista, también del siglo XIII, Ben Saíd Al-Magribí, originario de Alcalá la Real, nacido en Granada y educado en Sevilla, pero que vivió la mitad de su vida exiliado en Oriente. Dicho literato es autor de una magna antología de la poesía de Alándalus en la que incluye un mediano capítulo sobre los poetas de la cora de Jaén, que estamos preparando para su publicación en breve y que, al hablar de la capital giennense, dice así:
“Al comienzo del gobierno del califa almohade Abdelmúmin (mediados del s. XII) cobró fama en Jaén Abú Isháq Ibrahím Ben Hamusco, sobre cuya sevicia y crueldad se cuenta un relato muy difundido, según el cual hacía perecer a los criminales arrojándolos por un enorme precipicio”.
Y el tercero de estos autores es el famoso polígrafo granadino Ben Al-Jatíb, que vivió en el siglo XIV y fue visir del sultán Muhammad V, el constructor de la Alhambra, el cual nos dice de él:
“Fue un tirano cruel, brutal y despiadado, extremadamente fiero y muy insolente y descarado en su trato con las personas. Sus fechorías incluían quemarlos vivos, arrojarlos desde los precipicios y las torres, arrancarles los tendones y los ligamentos de las espaldas, como si fueran cuerdas de arcos, y juntar las ramas de los árboles que estaban contiguos unos a otros, atando a los hombres entre ellas para luego soltarlas y que cada rama arrancara un pedazo de su cuerpo.”
A nuestro parecer es éste, sin duda, el origen de esa extraña rampa y precipicio que se ha conservado hasta hoy en la torre de las Troneras del alcázar de Jaén, de lo cual hablan de oídas los tres autores árabes citados, según el relato popular a que alude Ben Saíd, pues parece seguro que ninguno de ellos estuvo en Jaén, por lo que no pudieron verla. Y esta deducción viene reforzada por el hecho de que, por lo que sabemos, no se encuentra otra construcción similar en ninguna otra fortaleza medieval (según nos comenta nuestro colega el profesor Luis de Mora Figueroa, gran especialista en el tema). Lo cual no empece, sin embargo, para que, en tiempos posteriores a Ben Hamusco, dicha rampa fuera usada para arrojar por allí los detritus de la fortaleza y los despojos de los animales que se sacrificaban en ella.
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