888

El mundo de ayer

25 de julio 2025 - 03:11

Hace años, cuando en mi casa poníamos la tele a la hora del almuerzo o de la cena, y como a mí me gustaba enterarme de todo, lo veíamos todo con los subtítulos del teletexto. En todas las cadenas el código era el mismo: 888.

Fue la primera vez que vi programas subtitulados, con el indeseado añadido de que en las películas y series los diálogos de los protagonistas aparecían con colores: azul, rosa, amarillo y verde. Esto le hacía a uno sentirse como Aramis Fuster, porque ya en el primer encuentro entre dos personajes uno podía saber si el suyo iba a ser un encuentro irrelevante o la primera aparición de los personajes principales. Se perdía la gracia de ir descubriendo en un desconocido a un héroe o un villano, que es lo que pasa en la vida con los demás y con nosotros mismos.

Algo así ocurría también de más pequeño, en esos dibujos de Hanna-Barbera o de la Warner en los que, por ejemplo, mientras el Coyote preparaba una trampa para atrapar al Correcaminos, en un fondo rocoso una de las piedras aparecía extrañamente recortada entre las demás, con un color más claro y una silueta más definida. Uno entonces sabía que esa y no otra sería la piedra que caería y aplastaría al Coyote, frustrando sus deseos.

Hoy el subtítulo ha invadido todos los lugares, empezando por los vídeos cortos que devoran los chavales, en los que las palabras van apareciendo como en un karaoke, como si al hablar cantáramos, como si fuéramos alondras o ruiseñores.

El texto breve está en todos lados. Igual que las ondas cortas son más intensas, los epigramas, los lemas, los reclamos picotean la superficie del mundo con sus mensajes directos. Son subtítulos que anotan, describen, resumen, venden, maquillan, ocultan: los eslóganes electorales, los carteles de las películas, los titulares, los paquetes de jamón de york, las botellas de vino, las cremas antienvejecimiento, los anuncios de coches, los anuncios de relojes, las cartas de los restaurantes, las hamburguesas, las biografías de Instagram, los perfiles de Tinder, las fajas de los libros, las etiquetas de las camisas.

Es el tiempo de Heráclito, cuya obra se reduce a un puñado de escuetos enigmas, relámpagos en la oscuridad del tiempo. Es el tiempo de los ríos que nunca se repiten, de los días que no dejan huella, de las prisas. Y nosotros somos tan sólo notas al pie, palabras sueltas de un libro que nadie comprende.

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