Medea fue la primera. Eurípides escribió su tragedia cinco siglos antes de Cristo y veintiséis siglos después la hemos convertido en un síndrome; porque en el mundo civilizado solo cabe la enfermedad, cuya ausencia convierte en feliz nuestras míseras vidas. Nos hemos vuelto tan refinados en este primer mundo que denominamos "violencia vicaria" al crimen más execrable que puede cometer una persona, como es asesinar a su propia sangre para enloquecer y enterrar en vida a sus exparejas.

Aún recuerdo aquella horrible escena de Cañas y Barro en la que un bebé era ahogado por su padre en la Albufera de Valencia. Yo era un niño cuando la presencié en el viejo Telefunken de casa y me impactó tanto que no he sido capaz de volver a verla, convertida ya en mi mente en un lugar al que no regresar.

En lo que llevamos de año, poco más de tres meses, ya han sido asesinadas en España siete criaturas (las dos últimas esta misma semana) a manos de sus padres, unos criminales que no merecen Estado de derecho alguno. Son muertes fruto de la locura y la maldad más inhumana y por eso mismo me indigna tanto que se utilicen términos tan asépticos y fríos para etiquetarlos, como si detrás de ese eufemismo hubiera más humanidad que el demostrar nuestras emociones de rabia, ira y venganza.

Con tanta ley parcelando el contrato social y con tanto tecnicismo pseudopsicológico se nos ha ido amputando una parte fundamental de nuestra especie, como es la exposición de nuestros sentimientos más oscuros. Se han defenestrado los que resultan negativos para el orden público, inoculando en nuestra conciencia y nuestra conducta un irreal estado de bienestar donde solo pueden tener cabida los discursos correctos, infantiles y siempre alegres. Y esto al final va degenerando en una involución emocional donde contemplamos atrocidades, como es matar a un niño, desde un punto de vista clínico o, lo que es peor, político. Y todo ello desde una postura pausada, insensible, apática y débil. Una debilidad que huelen los asesinos.

En esa fragilidad de ánimo jugamos a ser forenses, estadistas, criminólogos… pero en el fondo solo somos unos cobardes que no nos atrevemos a decir en voz alta lo que pensamos, que no es otra cosa que desearle y ocasionarle una muerte lenta y dolorosa a esos malnacidos; es más, sin muerte. Una agonía lenta y dolorosa, una tortura eterna, a quienes son capaces de matar a un niño. No seré yo quien lo diga; no lo diré, aunque lo piense con todas mis fuerzas…

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