Cuarto de muestras
Carmen Oteo
Otra vez
Nunca digas nunca jamás, dijo Bond, James Bond. Pero uno, qué le vamos a hacer, está lejos de ser Bond y, por muchas vueltas que dé la vida, a estas alturas no se ve corriendo maratones. Ni ahora ni nunca. Desde el lejano año 1987 no doy una carrera continua de grado, si es que entonces lo eran, sólo por fuerza. Por la fuerza menor de pillar un autobús o alcanzar una sombrilla playera desclavada por el viento, o por la mayor de atender a mi hija caída inconsciente en una plaza o la de despejar la incertidumbre por la intuida muerte de mi madre, carreras ambas a vida o muerte. Y pare usted de contar. Por más que entusiastas compañeras de trabajo, que han llegado a perder uñas de los pies por el supuestamente placentero ejercicio de correr, cuenten sobre los beneficios de la práctica de deportes, con su liberación de endorfinas que, afirman, logra cotas casi equiparables al placer sexual, o viejos amigos, si un día enclenques ahora de hombros anchos y brazos como troncos bajo los pies de un aizkolari, hablen del palpitante estado en que viven desde que sus días están guiados por el ejercicio físico habitual, no, no pienso convertirme en un atleta tardío.
Entre otras razones, para no acabar como José María Aznar, o como Pablo Motos. Se puede entender que artistas que giran y giran sin parar, dando largos conciertos por todo el mundo durante decenios, como Bruce Springsteen, hayan acabado desarrollando cierta musculatura. Pero uno mira la tableta abdominal del setentón Aznar, cuyos antebrazos ahora parecen cincelados por Miguel Ángel (no Rodríguez), o los pectorales del casi sesentón Pablo Motos, e inevitablemente vienen a las mientes los chavales escuálidos y avergonzados de sus cuerpos blandos y faltos de tono muscular que debieron de ser. Tanto como para remediarlo más de media vida después. Ponerse a esculpir los músculos antes inexistentes de esa manera obsesiva una vez superadas la adolescencia y la juventud resulta un tanto ridículo. Como si pretendieran reescribir su adolescencia, quizá llena de complejos, desde este hoy entregado al juvenil culto al cuerpo. Pero los músculos no engañan: por mucho que traten de suplantar a los esmirriados mozos que fueron, los viejunos educados entre sermones que llevan dentro acaban saliendo por sus bocas. Por la boca muere el pez. Y Oscar Wilde, que añadió Fernando Pessoa, un canijo leptosomático que jamás empuñó una pesa, por cierto. Estos atletas tardíos pregonan incansables las bondades del deporte e intentan convertirnos a su recién descubierta fe. Igual también uno esté sermoneando, aunque al menos sin cinta en la frente, ni móvil del tamaño de un grill adherido a un brazo, ni botes permanentes sobre los dos pies para no perder el ritmo, ni, vade retro, sudor empapando una toalla al cuello. Los sudores no se exhiben. El día en que alguien alabó el sudor no laboral de tu frente empezó la verdadera decadencia de Occidente.
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