Sala de espera
Jesús Vicioso
El día en el que no compré nada
La veterana colección Visor, que inició su larga y meritoria andadura en 1968, con la publicación de Una temporada en el infierno de Rimbaud, ha celebrado su número 1200 con una antología compuesta por su editor, Jesús García Sánchez, que lleva el doble título El diablo en la poesía. Los poetas con el diablo. El motivo central puede abordarse desde el rigor doctrinario, el fascinante estudio de la demonología –se trata de una figura universal, presente en muchas religiones– o como una parte de la literatura fantástica, que es lo que hace el antólogo. Aunque el “Arcángel de las tinieblas”, como lo llama el poema de Aleixandre, por otros nombres Lucifer o Luzbel o Belcebú o Satanás, no aparece en el Génesis –su identificación con la serpiente del Paraíso es posterior– y apenas lo hace en el Antiguo Testamento, pues los hebreos conocieron al diablo durante su exilio en Babilonia, tiene más protagonismo en el Nuevo y ha impregnado el imaginario del cristianismo de un modo imborrable. El recorrido, nada predecible y por eso mismo valioso, se inicia con un pasaje del profeta Isaías –“¿Cómo has caído del cielo / astro matutino, hijo de la aurora…”– y el Himno órfico al dios Pan, cuyos rasgos fueron asimilados a los del macho cabrío que presidía los aquelarres, y se cierra con otro himno, sobrecogedor, de Leopoldo María Panero. Entre ellos, discurren siglos en blanco, muestras de titanes como Dante, Shakespeare, Quevedo o Milton y un lógico predominio de autores de la edad romántica, muy receptiva a cualidades como la subversión o la disidencia. Como no podía ser de otra manera, la selección recoge las famosas Letanías de Baudelaire, incluidas en Las flores del Mal: “¡Oh Satán, apiádate de mi gran miseria!”. Del padre del simbolismo es otra célebre afirmación, tomada de sus Pequeños poemas en prosa: “De las trampas del diablo, la más lograda es persuadiros de que no existe”. Si no nos engaña la memoria, fue Borges quien dictaminó, en relación con las veleidades satánicas del poeta francés, que sólo alguien que ya no creía en la existencia del demonio podía fingir adorarlo. En esta época descreída, que ni siquiera estimula el fingimiento, Don Diablo se ha convertido en un personaje casi entrañable, en su condición de pintoresco símbolo de una mitología desactivada. Pero el Mal sigue existiendo, desde luego, y pese a la aparente ausencia de su monarca proliferan como nunca los humanos endemoniados.
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