Manuel Ferrand, luz de otoño

05 de noviembre 2025 - 03:10

Al inicio del otoño, los nipones celebran la nueva estación con reposado contento. Música de calle. Ceremoniales. Danzas suaves en carrozas. El Momijigari toma su nombre de las hojas enrojecidas del momiji, que cobran este tinte de amaranto gracias a la savia moribunda pero preciosa de la luz del otoño. En los bosques en trance de dormir, los japoneses contemplan la belleza de la fugacidad de la vida. La eternidad de lo breve reclama su ciclo en los bosques rojos. El sintoísmo también reconoce en la naturaleza una cualidad sacra. Los árboles de la sabiduría son señalados con cintas y serpentines como muestra de respeto.

La luz donde el sol naciente ayuda a contemplar las hojas bermejas del momiji. Me he acordado del Momijigari japonés leyendo lo que Manuel Ferrand, en clave local, sugiere sobre la heridora luz del otoño en su libro La naturaleza en Sevilla (por su centenario, El Paseo ha recuperado este título, con prólogo de la compañera Carmen Camacho, junto con Gastronomía sevillana y Calles de Sevilla). Antes de que las hojas amarilleen del todo en parques, compases intramuros y calles comunes con almeces y plátanos, es verdad lo que dice Ferrand acerca de la luz, a la par vívida y sedente, que cobra su forma de acontecimiento en los días dados, como ahora.

Va uno andando por las calles mártires del centro o por avenidones y arterias donde la Sevilla más fea y auténtica, y la luz opalina del sol, si nos da de frente, nos ciega como nunca, mucho más que durante el castigador verano, sea por la lluvia que la limpia y espejea, sea por la inclinación del astro rey sobre la tierra. Citado por el fino Ferrand (el sevillano elegante que nunca seremos), hablaba Ortega de Sevilla como una arquitectura de reflejos. Quizá siga siendo hoy pródiga en ojivas, arquivoltas y pirandolas de reflejos irisados. Pero uno, si es por elegir, prefiere esa otra luz con el tiempo dentro pero sin Juan Ramón. Era aquella luz que también apreciaba Ortega en los tristones patios de las casas de la Sevilla de los compases más quedos, allí donde advertía, en el helecho, en la cinta, en la costilla de Adán, el luto reciente por el niño que había muerto en alguna de sus estancias.

Bajo el otoño primerizo, habla también Manuel Ferrand de las espléndidas gamas de crisoles en los atardeceres del Mediodía. Amenaza uno con dar la chapa cuando llegue la otra faja de luz del adviento.

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