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Jesús Vicioso
El día en el que no compré nada
Recordamos haber leído la primera referencia al movimiento ludita, así llamado por su supuesto precursor Ned Ludd, cuyos seguidores firmaban sus escritos reivindicativos con los títulos de rey o general, en una vieja biografía de Lord Byron, seguramente la de André Maurois, donde se contaba que el joven aristócrata fue el único miembro de la Cámara alta –quizá fuera la única vez que asistió a sus sesiones– en oponerse a la pena de muerte dictada contra los destructores de máquinas hacia los inicios de la revolución industrial. Entre 1811 y 1816, desplazados por los veloces telares mecánicos y temerosos de que el invento, base de la formidable expansión que experimentaría el textil, los dejara sin trabajo, grupos organizados de obreros y artesanos se conjuraron para demoler las instalaciones donde los fabricantes pioneros experimentaban con la producción en serie. El episodio, ocurrido en plena edad romántica, apenas ocupa una nota al pie de página en las historias de la Gran Bretaña decimonónica, pero por su fuerza simbólica ha sido muchas veces evocado ?–la teoría marxista lo consideraba una rebelión legítima con objetivo errado– cuando se habla de tecnologías disruptivas, como las calificamos ahora. Aquí mismo se ha recordado para tratar de la resistencia a la revolución de las comunicaciones de nuestro tiempo, sintagma que ya parece viejo en la era de la inteligencia artificial. Y está igualmente en el centro del libro del periodista californiano Brian Merchant, Sangre en las máquinas: los orígenes de la rebelión contra las grandes tecnológicas, recién publicado entre nosotros por el sello Capitán Swing, que por cierto toma su nombre de un movimiento algo posterior –ya de los años treinta del mismo siglo antepasado– que extendió a las faenas agrícolas la lucha de los luditas. No sin razón, Merchant matiza la leyenda negra de los trabajadores desesperados y aprecia paralelismos con un presente, dominado por compañías más poderosas que los estados, en el que la alusión a la hueste de Ludd se considera un insulto. Los finos tecnófilos, tan aseados, tan progresistas, despachan con una mueca de fastidio cualquier sugerencia de que el rumbo en ciertos aspectos distópico de nuestras sociedades puede no conducir a un futuro habitable, pero cabe frente a ellos la objeción de conciencia. Quizá no sea casualidad que el movimiento ludita se iniciara en Nottinghamshire, donde todavía resiste el sagrado bosque de Sherwood.
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