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No es nueva la reclamación de los leoneses, particularmente en su provincia y en mucha menor medida en las otras que conformaron una región tanto o más histórica que las que presumen de históricas, como si no lo fueran todas las que integran el viejo solar de Iberia. Aunque sin personalidad jurídica, como correspondía a una división territorial centrada en las provincias, la región fue recuperada por el afrancesado Javier de Burgos en un ordenamiento nominal que con eventuales vacilaciones –en algunos mapas Palencia y Valladolid se sumaban a Zamora y Salamanca– llegó hasta el final de la dictadura franquista y podría haber continuado en la democracia, como comunidad diferenciada de una Castilla de la que se desgajaron entonces las provincias paleocastellanas de Logroño y Santander, tradicional puerto de la Meseta. En ellas o en la vecina Asturias, tan vinculada a los orígenes del antiguo Regnum Legionense, se miran ahora los leoneses que querrían constituirse, cuando menos, en autonomía uniprovincial, y nadie puede decir que carezcan de un pasado prestigioso. Con razón destacan los naturales el honor de haber acogido las primeras Cortes con representación del estamento popular, convocadas por un todavía adolescente Alfonso IX en los inicios de su reinado, de modo que fue León, no Cataluña –es decir Aragón– ni Inglaterra, la cuna del parlamentarismo europeo. Tienen también una lengua autóctona de la familia asturleonesa, documentada de modo embrionario en tempranos escritos que atestiguan una evolución distinta de otras variedades romances, rastreable en el momento de su máxima expansión en un amplio territorio que llegaba a Extremadura e incluso a Andalucía, donde se establecieron miles de repobladores de aquellas tierras hoy despobladas. Puesto que se trata al parecer de una reivindicación mayoritaria, no habría problema para incorporar la provincia, siguiendo los procedimientos establecidos, al régimen autonómico, pero se hace complicado desvincular la aspiración de los leoneses de la obsesión por las singularidades que amenaza con hacer de España un país ingobernable. En la misma región andaluza, hay quienes defienden la autonomía del antiguo Reino de Granada con o sin Málaga y Almería, amparados en razones no menos históricas que se mezclan, como de costumbre, con agravios reales o imaginarios. Se mire por donde se mire, es evidente que la deslealtad de los nacionalismos periféricos y las indudables ventajas de las comunidades donde gobiernan han favorecido un sentimiento de emulación a todos los niveles, alimentando una deriva que deja atrás la razonable descentralización en favor de la disgregación identitaria.
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