
Cambio de sentido
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No la erudición sino la molicie –esa penumbra de la siesta violentada por el brillo de la pantalla del móvil que se recalienta en mi mano– me ha llevado a saber que en gallego se les dice fodechinchos a los mesetarians, esto es (copio de la wiki, que estoy de servicios mínimos) a veraneantes madrileños “que causan molestias por su ignorancia y prepotencia”. Sobrada es la carga –dicho sea a la gaditana– que se inflige al sevillano como fodechincho sureño, que convive en la arena con el titi local y la perfecta cuñada que pontifica desde la hamaca. Mas hoy quisiera ir un poco más allá de este prototipo (casi arquetipo) de veraneante transevillano, colono casi de kilómetro cero y entrañable a su manera, para observar –y observarme, como sevillana en ruta– a mis conciudadanos cuando pierden de vista sus dominios y viajan lejos, o lejillos.
Lo primero que consigno –a veces incluso en mí misma– es cierto fastidio al encontrar a otro sevillano o grupo de ellos en una cala desierta del Alentejo, en las ruinas de Petra o en el Concertgebouw, da igual. Está una ahí, anotando sus impresiones para un futuro poema, fantaseando con la idea –irrisoria– de no ser una cualquiera, y llegan unos paisanos (por el acento los reconocerás) para decirte con su mera presencia que poeta, menos moños, que aquí todos somos consecuencia económica de un vuelo chárter. Da coraje. Hay quien viaja a la India para encontrarse a sí mismo y lo que se encuentra (indirectas del karma) es a un vecino malaje. Coda: en este extremo no nos parecemos las de pueblo a los urbanitas. Si me encuentro en Estambul a alguien que en mi pueblo ni saludo, me lo llevo a echar unos saleps por Karaköy.
Lo que no soporto –y en esto soy irreductible– son las y los sureños por el mundo que por algún motivo de orden inconsciente se ven impelidos a perpetrar atentados folcloristas para demostrar que ahí están los tíos. Son los menos, pero incordian lo más. Vociferan, acentúan el acento, entonan salves rocieras en los aeropuertos, hacen levantás de vírgenes invisibles, buscan cruzcampo en Múnich, bailan sevillanas en Trafalgar Square, preguntan por pijotas en los bares de Oslo, pasean Roma soltando a cada paso que Sevilla es lo mejor. Y el remate: graban todo, y al TikTok. Ante estos casos, tan contados como sonados, la vergüenza ajena que sentimos –por aquello de ser conciudadanos– tiene algo de vergüenza propia.
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