Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Que se celebren los 50 años de la restauración de la monarquía y el inicio de la Transición sin la presencia de su protagonista es una contradicción achacable al Gobierno, la Casa Real o ambos. Las circunstancias son las que son, por supuesto. El rey emérito vive en un exilio semi voluntario purgando sus muchos errores que han perjudicado a la institución haciendo aconsejable mantener un cordón sanitario en torno a Felipe VI. Pero ni la donación saudí, ni los líos financieros, ni Botsuana, ni los escándalos no tan privados que parecen más propios de la Sylvania de El desfile del amor que de una monarquía moderna, borran el papel que Juan Carlos I desempeñó como puente entre la dictadura y la democracia. Los manifiestos errores con los que él mismo emborronó el prestigio –desde ser considerarlo el mejor rey desde Carlos III al “juancarlismo” de Carrillo– ganado entre su proclamación el 22 de noviembre de 1975 y el 23 de febrero de 1981, con la sanción de la Constitución el 27 de diciembre de 1978 como histórico punto de giro.
Es chocante que Felipe VI, en su discurso de ayer, valorara el papel de la Monarquía en la Transición –es decir, del ausente Juan Carlos I– como “una institución vertebradora y garante de estabilidad [que] supo acompañar, con sentido de Estado y compromiso con el bien común, las transformaciones políticas y sociales que, impulsadas por la demanda ciudadana, permitieron instaurar un sistema democrático nuevo, con libertades reconocidas y pluralidad ideológica, con representación, participación y división de poderes; buscando respetar e integrar también nuestra diversidad histórica y territorial”. Todo cierto. Pero como si el aludido hubiese muerto.
Es chocante que, con todo merecimiento, impusiera el Toisón de Oro a la Reina Sofía, a Felipe González, primer presidente socialista tras la dictadura bajo cuyo mandato concluyó la Transición, y a Miquel Roca y Miguel Herrero de Miñón, últimos padres vivos de la Constitución; pero que se hiciera en ausencia del protagonista de lo que se conmemoraba y firmante de la Constitución. Coloquialmente puede decirse que él se lo ha buscado. Pero, como el discurso de Felipe VI demostró, la historia no se borra ni se cancela. Puesta en una balanza la figura de Juan Carlos I, pesa más lo positivo.
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