
Vericuetos
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Con los naranjos ataviados con sus mejores galas y la ciudad dejando atrás el letargo invernal, los sevillanos logramos que esta tierra se transforme como una adolescente en mujer. Lo que nació como un evento comercial hace más de siglo y medio, acabó convirtiéndose en la gran fiesta del alma sevillana, la Feria de Abril, única en el mundo. No estoy para ferias, pero recuerdo que de niño, cuando vivía en Palomares del Río, en los sesenta, me subía de noche a un pino para ver el cañón de luz que subía desde el Prado de San Sebastián hasta el cielo. En casa no había dinero para venir a la Feria. Como mucho, cada año íbamos a la de Coria del Río, que era como la de Sevilla, pero más barata.
En 1970, aprovechando que trabajaba en un taller de pintura del barrio Voluntad, en Triana, el de Antonio Tocino, decidí ir una tarde a visitar la Feria, que aún estaba en el Prado de San Sebastián. Cuando llegué a ella me asusté tanto que me volví corriendo al taller. La había visto solo en la tele en blanco y negro y verla en color, tal como era, y tan grande, me asustó. Me pasó lo mismo que al seguiriyero jerezano Manuel Torres: que vino a cantar al Salón Novedades, con 19 años, se asustó y se volvió al barrio de San Miguel. “¿Qué te ha pasao, majareta?”, le preguntó el padre, el gitano algecireño Juan Soto. “Demasiadas luces, opá”, le dijo el genio del cante. Los niños de Palomares nos asustábamos con facilidad cuando salíamos, porque en el pueblo no había casi de nada. Solo un futbolín en el bar de Ricardo.
En 1972, por fin, cuatro o cinco palomareños le echamos valor y vinimos a la Feria a pasar la noche. Fui con poco dinero, lo justo para el autobús y un sombrero de cartón que, como llovió, nada más ponérmelo se desbarató y estuve toda la noche haciendo el gilipollas por las casetas, sin dinero, muerto de hambre y con un sombrero que se deshizo como una galleta en la leche. Menos mal que luego dormimos en el Parque de María Luisa, en la hierba fresca, sin manta y con la ropa mojada. ¡Qué maravilla de Feria la de aquel año!
No suelo ir ya a la Feria. Solo entrar en el recinto es una aventura. Llegas con los pies como dos caballas a la plancha, das veinte vueltas hasta que encuentras una caseta sin reguetón aflamencado y cuando llevas dos horas en ella haciendo cola para que te pongan una ración de calamares fritos, estás ya depresivo. Que no cunda el desánimo.
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