Sucesos

Crónica negra (III): ochenta años de la matanza de Villanueva del Arzobispo

Fotografía panorámica de Villanueva del Arzobispo de mediados del siglo XX.

Fotografía panorámica de Villanueva del Arzobispo de mediados del siglo XX. / Ayuntamiento de Villanueva del Arzobispo

Los archivos de la crónica negra jiennense están llenos de casos que estremecieron a la sociedad y fruto de los cuales corrieron ríos de tinta. En algunas ocasiones, los criminales no ocultaron su querencia al foco mediático y al flash periodístico. Como aquel personaje de Laura (1944) que, después de que un detective le interrogue por el asesinato de una amiga, se ofrece a acompañarlo en sus visitas a quienes integran la lista de sospechosos. “Usted forma parte de esa lista”, le advierte el investigador. “Lo contrario hubiese sido un insulto”, replica el primero.

Por el contrario, otros sucesos -y las circunstancias que lo explican son diversas- no gozan de la misma trascendencia a pesar de estar igualmente manchados de sangre. Acaban convertidos en expedientes que permanecen ocultos durante décadas en carpetas ordinarias. Mota a mota, el polvo se va acumulando en su superficie y las va exponiendo de manera cada vez más peligrosa a los designios del olvido. El escritor y criminólogo Luis Miguel Sánchez Tostado rescató uno de estos casos hace una década. Publicó sus detalles el 20 de marzo de 2014 en Argentaria: revista histórica, cultural y costumbrista de las Cuatro Villas. Los hechos que el experto jiennense narra en el artículo tuvieron lugar el 2 de marzo de 1943. Este mes se cumplen ochentaiún años del que Sánchez Tostado acertó a llamar la matanza de Villanueva del Arzobispo, "el mayor crimen múltiple de la historia de la provincia de Jaén".

Fuego en mitad de la noche

Los insistentes ladridos de los perros despertaron a Juana Martínez en plena madrugada. Eran en torno a las tres y media. Alarmada, le pidió a su hijo Juan, de 26 años, que saliera a comprobar si pasaba algo. La familia vivía en un cortijo cercano a otro, conocido como El de en medio y en el que residían María -hermana de Juana- su marido, Juan Carreño, y los seis hijos de ambos. Las dos familias eran arrendatarias de las fincas, que pertenecían a las hermanas Dolores y Ana María Marín Medina. En el de Juan y María había un molino aceitero de cuya explotación vivía el clan.

El hijo de Juana, ya en el establo y candil en mano, trató de calmar en vano a los perros y a los caballos, notablemente alterados. Tras unos minutos de desconcierto, descubrió, al fin, el porqué del escándalo: la casa de sus tíos y sus primos estaba en llamas. Madre e hijo corrieron a toda prisa hasta el cortijo vecino y se batieron el cobre para sofocar el incendio, pero su esfuerzo era infructuoso. Juana, presa del pánico, intentó encontrar un hueco seguro para entrar a la casa y socorrer a sus parientes cuando, según detalla Sánchez Tostado en su crónica, se topó con una desagradable sorpresa: en el suelo había una mula muerta y con graves heridas en la cabeza, un caballo agonizante y los cuerpos inertes de dos cabras. No obstante, lo peor estaba por llegar. Así lo cuenta el criminólogo: “De pronto apareció entre las llamas una figura. Al otro lado de la cortina de fuego un individuo apilaba balas de paja y ramonizas y se empleaba en avivar el incendio en varios puntos de la casa. Juana vio cómo le ardía la espalda y él, sintiéndose observado, se giró hacia la mujer. “Su cara era la del mismo diablo, tenía la cara desencajada y sus ojos daban miedo”, diría más tarde”.

Aquel individuo no era otro que su cuñado, Juan, que, al verse sorprendido, echó a correr hasta perderse en la oscuridad. Sin tiempo para asimilar lo ocurrido, Juana y su hijo escucharon unos gritos que venían del interior del cortijo. “Abrieron la puerta y retrocedieron espantados. Alguien que parecía su sobrino Salvador, de dieciséis años, caminaba tambaleándose con los brazos extendidos, como reclamando ayuda. Emitía unos sonidos guturales ininteligibles y aterradores. Apenas se distinguían las facciones de su rostro por tener la cabeza completamente destrozada. Presentaba tres grandes surcos por los que se desparramaba un torrente de sangre y masa grisácea. Finalmente cayó al rellano”, relata el criminólogo.

"Ha sido mi cuñado"

Los gritos de Juana alertaron a los vecinos de las fincas cercanas, que acudieron, raudos, a la llamada de auxilio, pero no pudieron hacer nada por la vida del joven. La mayoría de ellos se centró en extinguir las llamas mientras dos fueron a dar parte de lo sucedido a la Guardia Civil. No sólo se personaron en el cortijo agentes de la Benemérita, sino también, tal y como señala Sánchez Tostado, el juez municipal, Guillermo Medina; el médico del pueblo, Atanasio Reyes; el juez de Villacarrillo, Ildefonso Parra, y el alguacil municipal. Nadie entró en la casa hasta que el incendio no quedó completamente sofocado. En el rellano, junto al cadáver de Santiago y apoyada en la pared, había un hacha ensangrentada.

Aquellas no fueron sino las primeras evidencias de una verdadera carnicería: en la cama de matrimonio yacía sin vida la hermana de Juana y esposa de Juan, María, con cinco hachazos en la cabeza, y dos de sus hijas, de 9 y 4 años, con heridas similares a las de la madre. Los cuerpos del resto de los hijos del matrimonio, tres varones de 20, 15 y 7 años, se encontraron en otras habitaciones, todos con la cabeza abierta. Pero, para sorpresa de autoridades y vecinos, el segundo de ellos aún estaba vivo. Fue trasladado inmediatamente a la Cruz Roja. Juana, entre lágrimas, no dudó en señalar al culpable de las muertes: “Ha sido mi cuñado”.

Se organizaron batidas policiales y vecinales para dar con el paradero de Juan Carreño. Los encontraron agentes de la Guardia Civil horas después, sobre las doce y media de la tarde. Vagaba, desorientado y en ropa interior, por el campo. Tenía quemaduras en la espalda, los brazos y las manos. No se opuso a su detención. Cuando se le preguntó por lo acontecido aquella noche, no supo articular ni una palabra al respecto. “Sólo recordaba que bajó a dar de comer a los mulos, que vio a mucha gente que le agarraba en un camino y al juez que le hacía preguntas. Cuando se le informó con detalle de la tragedia que había protagonizado mostró una gran indiferencia sin el menor resquicio de arrepentimiento”, expone Sánchez Tostado.

A Juan lo encerraron en la prisión de Villacarrillo. Su hijo Juanito, el único superviviente de la matanza, murió tres días después. Veinte más tarde, un infarto de miocardio se llevó por delante a su padre, aún entre rejas. Falleció sin contar nada sobre la matanza que supuestamente había perpetrado. Hasta el último aliento siguió sosteniendo que no se acordaba de nada.

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